En aquella ocasión llegué a la
iglesia. Era un domingo cotidiano como los que había vivido los últimos y
primeros 18 años de mi vida. Llevaba el
mismo ánimo de los tres meses anteriores, es decir “desánimo”. Mi estadía en la religión se había transformado
en lo usual de todo asistente a los cultos dominicales, una fastidiosa pero
necesaria costumbre.
Las canciones eran las de
moda, con toda la tertulia pertinente para levantar el espíritu del
momento. Frases tan comunes y siempre
efectivas evocaban la emoción del auditorio y procuraban la buena presencia de
nuestro Dios, al menos eso creíamos. A
momentos intenté envolverme en los sentimientos de mis acompañantes pero poco
logré, quería ser el cristiano de antaño que compartía todo el ritual y se
llenaba de eso, pero la monotonía de mi vida era exactamente igual que la del
lugar al que asistí cada fin de semana.
Apenas si pude cerrar los ojos un instante, aunque preferí mantenerlos
abiertos para observar a Paula, quien de refilón también coqueteaba conmigo.
No quise dar mi ofrenda pues
hace tiempo me sentía algo traicionado por la administración monetaria en los
templos, así que preferí reservarme el derecho de dar ese dinero como ayuda a
algún necesitado. Muchos me argumentaban
mi equivocación con palabras inentendibles como “alfolí”. Entonces pasó el predicador, un hombre algo
rechoncho y alto, siempre bien vestido con su terno y corbata. No me cabe duda de que él, como las señoras
que nos daban la bienvenida y los otros hombre de terno, desarrollaban las tareas
(al menos la mayoría de veces) con sinceridad, y eso me hacía sentir aún más
como “suela de zapato” por mi vaga actitud eclesial.
Pero no podía más. El sermón trataba de un montón de normas y
sacrificios que hizo aquel pueblo antiguo que desobedeció a Dios, a la par el
pastor se refirió a los castigos que recibiría por mi actitud similar a la de
esa nación. Luego mencionó a dos o tres
personajes históricos de la Biblia, y atacó en algo a la música que
precisamente yo escuchaba. Todos decían:
“amén”, cada vez que él lo pedía.
Dije que no pude más, me quise
mover y no pude. De repente mis
extremidades se entumecieron y mi voz fue apagada, abrí mi boca deseando gritar
y no salía sonido alguno. Comencé a
desesperar aún más cuando noté que la gente a mi lado seguía al reverendo y no
reparaba en mí, como si yo fuera totalmente invisible. Fue peor cuando advertí que no distinguía
nada de lo que hablaba el pastor, era como si en mis oídos se albergara un
tumulto de ruido ensordecedor. Miraba
angustiado a mis padres y no me hacían caso, trataba de saltar de mi puesto y
era inútil, quise llamar la atención del predicador pero fue imposible.
Me fijé que subieron los
músicos y nuevamente la gente se puso de pie y empezó a cantar, yo seguí
inmóvil, sin poder pronunciar palabra alguna y alejado del interés de los
asistentes. Me dije a mi mismo con toda
seguridad: “Dios me está castigando porque soy un mal cristiano, no me gusta la
iglesia, me aburre, no comparto sus ritos y apenas presto atención a los sermones…
merezco ser condenado”.
Casi que me entregué
voluntariamente a mi castigo cuando el ruido en mi oído cesó y oí una voz firme
que me dijo: “tranquilo, no tengas miedo… que yo me siento igual”. Volví mi rostro de un lado al otro para
encontrar al que me había hablado, entonces lo alcancé a ver en un rincón del
auditorio, era Él,… era Jesús. Pero
estaba atado a una silla de pies y manos, con una venda en la boca, intentando
moverse y hablar en la iglesia, pero
lógicamente no podía…
Reaccioné, y entendí porqué me
sentía así… entonces pude moverme y caminar hacia el rincón…
Gavriell Arcos
-sGv-
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