miércoles, 21 de octubre de 2015

ATADO (cuento)




En aquella ocasión llegué a la iglesia. Era un domingo cotidiano como los que había vivido los últimos y primeros 18 años de mi vida.  Llevaba el mismo ánimo de los tres meses anteriores, es decir “desánimo”.   Mi estadía en la religión se había transformado en lo usual de todo asistente a los cultos dominicales, una fastidiosa pero necesaria costumbre.

Las canciones eran las de moda, con toda la tertulia pertinente para levantar el espíritu del momento.  Frases tan comunes y siempre efectivas evocaban la emoción del auditorio y procuraban la buena presencia de nuestro Dios, al menos eso creíamos.  A momentos intenté envolverme en los sentimientos de mis acompañantes pero poco logré, quería ser el cristiano de antaño que compartía todo el ritual y se llenaba de eso, pero la monotonía de mi vida era exactamente igual que la del lugar al que asistí cada fin de semana.  Apenas si pude cerrar los ojos un instante, aunque preferí mantenerlos abiertos para observar a Paula, quien de refilón también coqueteaba conmigo.

No quise dar mi ofrenda pues hace tiempo me sentía algo traicionado por la administración monetaria en los templos, así que preferí reservarme el derecho de dar ese dinero como ayuda a algún necesitado.  Muchos me argumentaban mi equivocación con palabras inentendibles como “alfolí”.  Entonces pasó el predicador, un hombre algo rechoncho y alto, siempre bien vestido con su terno y corbata.  No me cabe duda de que él, como las señoras que nos daban la bienvenida y los otros hombre de terno, desarrollaban las tareas (al menos la mayoría de veces) con sinceridad, y eso me hacía sentir aún más como “suela de zapato” por mi vaga actitud eclesial.

Pero no podía más.  El sermón trataba de un montón de normas y sacrificios que hizo aquel pueblo antiguo que desobedeció a Dios, a la par el pastor se refirió a los castigos que recibiría por mi actitud similar a la de esa nación.  Luego mencionó a dos o tres personajes históricos de la Biblia, y atacó en algo a la música que precisamente yo escuchaba.  Todos decían: “amén”, cada vez que él lo pedía.

Dije que no pude más, me quise mover y no pude.  De repente mis extremidades se entumecieron y mi voz fue apagada, abrí mi boca deseando gritar y no salía sonido alguno.  Comencé a desesperar aún más cuando noté que la gente a mi lado seguía al reverendo y no reparaba en mí, como si yo fuera totalmente invisible.  Fue peor cuando advertí que no distinguía nada de lo que hablaba el pastor, era como si en mis oídos se albergara un tumulto de ruido ensordecedor.  Miraba angustiado a mis padres y no me hacían caso, trataba de saltar de mi puesto y era inútil, quise llamar la atención del predicador pero fue imposible.

Me fijé que subieron los músicos y nuevamente la gente se puso de pie y empezó a cantar, yo seguí inmóvil, sin poder pronunciar palabra alguna y alejado del interés de los asistentes.  Me dije a mi mismo con toda seguridad: “Dios me está castigando porque soy un mal cristiano, no me gusta la iglesia, me aburre, no comparto sus ritos y apenas presto atención a los sermones… merezco ser condenado”.

Casi que me entregué voluntariamente a mi castigo cuando el ruido en mi oído cesó y oí una voz firme que me dijo: “tranquilo, no tengas miedo… que yo me siento igual”.  Volví mi rostro de un lado al otro para encontrar al que me había hablado, entonces lo alcancé a ver en un rincón del auditorio, era Él,… era Jesús.  Pero estaba atado a una silla de pies y manos, con una venda en la boca, intentando moverse y hablar en la iglesia,  pero lógicamente no podía…

Reaccioné, y entendí porqué me sentía así… entonces pude moverme y caminar hacia el rincón…

Gavriell Arcos
-sGv-

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